Comentario
En este epígrafe, tras el recorrido de la evolución de los países democráticos se abordará la paradójica situación existente en el mundo al final del milenio por la que, habiéndose producido la victoria de la democracia en lo que tiene de principios esenciales, existe al mismo tiempo un profundo abismo de desconfianza entre los ciudadanos y los políticos. No se trata de una crisis de la democracia, por tanto, como la que se produjo en los años treinta sino que se refiere a la práctica cotidiana de la misma. Si repasamos el horizonte de la política contemporánea podremos constatar la generalidad del problema y la coincidencia en sus manifestaciones en todo el mundo.
Podemos tomar en cuenta, en primer lugar, el caso de dos naciones en las que la democracia nació como consecuencia de la derrota en 1945. En Italia y en Japón los sistemas democráticos respectivos, aunque rápidamente consolidados, padecieron evidentes rigideces cuya consecuencia fue que cuando se planteó una situación como la descrita llegó a los peores resultados. En ambos países el rasgo más destacado fue la existencia de una democracia sin alternativa. En Italia el pecado original del sistema político consistió, en primer lugar, en un parlamentarismo excesivo como alternativa a la dictadura anterior pero, sobre todo, en una "democracia de partidos" en que se atribuía a éstos un poder excesivo. Algunos representaban a concepciones de vida, como la Democracia Cristiana o el Partido Comunista, pero el segundo estaba condenado a la imposibilidad de llegar al poder. De ello derivó una práctica perpetua de "transformismo" de las diversas opciones laicas junto con la DC y la "lottizazione" -división en partes- del poder acompañada de una corrupción generalizada. Pero en las elecciones de 1994 se produjo una transformación radical del panorama político con la aparición de nuevas fuerzas políticas como la Liga Norte, un neofascismo parcialmente renovado y un partido como el de Berlusconi. En Japón, una democracia nacida en 1945 hubo también una carencia de verdadera alternativa por la existencia de un partido como el Liberal Demócrata que monopolizó el poder hasta comienzos de los noventa, ayudado por un sistema electoral mayoritario y con distritos pequeños en los que era habitual la política clientelística. Los varios escándalos por corrupción de la clase política llevaron a que en la elección de 1993 por vez primera el Partido Liberal Demócrata fuera desplazado del poder. En ambos casos esta elección decisiva supuso el principio de un proceso de reformas de la que no se puede decir que haya concluido ni siquiera siga un rumbo claro, mientras que la insatisfacción política sigue siendo grande.
Se podría pensar que esa carencia de alternativa es la causa fundamental del deterioro del régimen democrático en estos dos países pero la realidad es que en todos se han producido muestras de insatisfacción parecidas respecto a la clase política. En Francia se lamenta la existencia de una especie de Monarquía presidencial que gobierna y al mismo tiempo resulta por completo irresponsable ante el legislativo. Los fenómenos de corrupción han abundado y un populismo de diversos matices políticos domina una considerable porción del escenario político. En Alemania el propio Kohl, quizá el político más importante de la Europa del fin de siglo, ha visto empañado su prestigio como consecuencia de un caso de corrupción.
Incluso en las democracias anglosajonas hay pruebas de que el problema se plantea en idénticos términos. En Estados Unidos las elecciones legislativas se han estancado en una participación de tan sólo el 35% y las presidenciales en torno al 50%. Cada vez se borran más las fidelidades de los ciudadanos a los partidos (fenómeno que se denomina como "tickett splitting"). El candidato Ross Perot consiguió en 1992 más votos que cualquier otro independiente desde 1915. Por su parte, en Gran Bretaña los niveles de participación en las elecciones europeas han quedado estancados en el 35%. Hay quejas crecientes contra el sistema mayoritario y, aunque la fama de honestidad de la clase política se ha mantenido, ha sido necesario elaborar nuevos códigos de conducta para ella.
En el fondo, aunque la intensidad de los síntomas de crisis de la democracia varíe de acuerdo con la geografía y resulten diferentes, se pueden resumir en torno a unas cuantas cuestiones. En primer lugar, está planteada la renovación del marco institucional con intentos de atribuir al Parlamento un protagonismo más activo y de lograr que la individualidad del diputado no desaparezca o se potencien las comisiones de investigación. Respecto a la ley electoral hay muy diferentes percepciones de Gran Bretaña e Italia, de modo que cada uno de estos países repudia el sistema que tiene y prefiere el del otro. El "Gobierno dividido" en Estados Unidos entre presidencia y legislativo plantea un grave problema de ineficacia.
En segundo lugar, se puede hablar -hasta cierto punto al menos- de una vuelta de la democracia directa. Establecida en Suiza desde hace 700 años, en Estados Unidos la mitad de los Estados lleva a cabo consultas de este tipo y sobre la decisiva cuestión de la construcción de Europa ha habido consultas incluso en los países del Viejo Continente, como Gran Bretaña, ajenos a esta tradición. Parece evidente que a un plazo medio no ya las encuestas sino la informática servirá para poner en contacto directo al ciudadano y al poder. En tercer lugar, una tendencia creciente consiste en someter a los profesionales de la política a un código de conducta especial y muy exigente, incluso con limitación de mandatos, posible revocación de los cargos y un concepto muy amplio de la responsabilidad política. Mención especial merecen los partidos políticos que se han ido transformando en el transcurso de la duración de los regímenes democráticos. Su última evolución ha llevado del "partido de masas", animado por una ideología, al partido de integración que pretende llegar a todos. También han aparecido, sin embargo, partidos "posmodernos", por así denominarlos, en los que resulta definitorio la vinculación al líder y pueden quedar limitados a un período de vida muy corta. Finalmente, la aparición de tantos casos de corrupción ha llevado a la conclusión de que se trata de un mal canceroso, pero también hay que tener en cuenta que se ha producido una transformación de criterios, de modo que lo que en otro tiempo parecía aceptable respecto a la financiación de los partidos, en un segundo momento ha pasado a ser considerado como un delito.
Un rasgo muy característico de esta crisis de la práctica democrática consiste en que los procedimientos que han servido para combatir los peores males del sistema tienen también sus inconvenientes. Los jueces, por ejemplo, han perseguido la corrupción y se han hecho intérpretes de derechos emergentes, pero a veces han abusado de la prisión preventiva, han escenificado sus procesos ante los medios de comunicación y han dado la sensación de pretender ser dueños de la justicia en vez de sus administradores. La prensa, y en general los medios de comunicación, que también han sabido desvelar las desviaciones del poder, en ocasiones han vivido en connivencia con alguno de los partidos y ha abusado del "vértigo de la transparencia", que en ocasiones puede violar la intimidad del ciudadano que se dedica a la política.
En suma, de todos estos factores puede deducirse que la "democracia de los partidos", tal como se engendró en 1945 experimenta una grave crisis y está emergiendo, aunque todavía con muchas dudas, una nueva democracia que podría ser denominada del público o de la opinión cuyos rasgos están por definir por completo.
Otro fenómeno muy característico del fin de siglo consiste en lo que podría denominarse como "el retorno de la nación". En realidad, tenía mala fama desde 1945, en que el nacionalismo apareció vinculado -se pensaba que para siempre- con el fascismo; luego, desde un punto de vista democrático, la aparición de los regímenes nacidos de la descolonización, populistas pero muy lejanos a la democracia occidental, hizo poco por mejorar su prestigio. Con el transcurso del tiempo, en un período que puede iniciarse en 1968 pero que se recrudece en los años noventa, se ha producido la resurrección de la nación, con la peculiaridad de que ha tenido lugar no sólo en los regímenes nacidos del derrumbamiento del comunismo en que la sustitución de esta ideología por otra, simplificadora y movilizadora, ha resultado un procedimiento habitual.
La resurrección del nacionalismo no se ha producido, pues, tan sólo como consecuencia de la caída del comunismo ni tampoco ha tenido un componente de violencia, como en muchos de los casos citados. Su origen está muy relacionado con algunos de los rasgos característicos del fin de siglo. En él da la sensación de que el Estado democrático padece una doble crisis de funcionalidad y de legitimidad. La segunda, como ya sabemos, está provocada por el despegue o alienación del ciudadano, mientras que la primera surge de que ha nacido un "hiperespacio posmoderno" que es el de la mundialización económica y de las organizaciones transnacionales no sólo en este campo sino también, por ejemplo, en el de los derechos humanos o las organizaciones no gubernamentales. Por si fuera poco, la sociedad civil ha recuperado parte de sus poderes y hay campos en los que la política parece haber renunciado a cumplir la función de otros tiempos. Se puede decir que la lógica económica lleva al cosmopolitismo, pero una parte de la política y también la cultural parecen inducir a fragmentación. Las organizaciones transnacionales imponen grandes decisiones en muchos terrenos, que son aceptadas, pero a menudo el Estado-nación tradicional es considerado como una entidad demasiado lejana. Existe una nostalgia del sentimiento de tarea compartida que, en cambio, el reverdecimiento del nacionalismo parece poder proporcionar.
Dentro de estos rasgos generales los casos de resurgimiento del nacionalismo que cabe enumerar resultan muy variados. En Italia da la sensación de existir una congénita debilidad del nacionalismo propio tras haber pasado por la experiencia del fascismo. Así, el patriotismo italiano es débil cuando en realidad fue muy fuerte en el pasado. En este contexto ha nacido la "Liga Norte", partido populista, miembro de una nueva derecha que reivindica los valores de la empresa privada e identifica el Sur de la peninsula con una voluntad de vivir del Estado subvencionador. En este caso nos encontramos con un nacionalismo de los más ricos pero que carece de raíces históricas y culturales precisas. Éstas sí existen en Irlanda del Norte, donde la reivindicación de los católicos está casi siempre acompañada de una identificación de clase social. En este caso, como en la Europa del Este, la violencia ha jugado un papel absolutamente crucial en los planteamientos políticos: con el ápice de 467 muertos en 1972, la cuestión norirlandesa ha producido 3.000 muertos hasta el momento presente, una cifra superior a la de conflictos del Tercer Mundo como Ceilán o Nigeria. Hasta el momento no se ha conseguido nada más que un "lentísimo triunfo de la política" que no se ha visto plasmado en la realidad de forma definitiva y que parece hacer buena la frase de Bernard Shaw, nacido en el Ulster: "Mientras un pueblo no tenga un medio de expresión política y cultural propio le costará dedicarse a otra cosa". Todavía hay otros dos casos más de erupción nacionalista en Europa occidental, uno de ellos surgido a fines de los sesenta y otro mucho más reciente. Nació en Bélgica, sólidamente unida por el catolicismo hasta el punto de que en el pasado la clase dirigente de Flandes era, en realidad, francófona. Pero a mediados de los años sesenta la reivindicación flamenca dejó de ser protagonizada por una minoría habitualmente identificada con la extrema derecha. A partir de 1968 todos los partidos acudieron divididos por motivos lingüísticos ante las elecciones. En el período siguiente se ha llevado a cabo una "deconstrucción" de la nación. Para cada decisión importante que se tome es necesario tener en cuenta la "pilarización", es decir, el hecho de que se considera que Bélgica está dividida en unos "pilares" culturales cada uno de los cuales debe ser atendido. Desde 1969 se han producido en Bélgica hasta cuatro reformas constitucionales de envergadura e incluso la principal Universidad católica, Lovaina, se ha visto obligada a dividir su biblioteca en una sección francesa y otra flamenca. En cuanto a Escocia, su nacionalismo bien podía haberse originado en el siglo XVIII pues la región tenía personalidad cultural sobrada para engendrarlo. Aunque desde comienzos del siglo XX ha habido una representación parlamentaria del nacionalismo, la definitiva recuperación de voto nacionalista no tuvo lugar sino en 1974 y en 1979, tras un referéndum se cerró el paso a la posibilidad de un régimen autonómico. En los noventa se ha puesto en marcha con la peculiaridad de que los conservadores, pieza esencial de la política escocesa durante mucho tiempo, han desaparecido y sólo han quedado laboristas y nacionalistas sobre la arena política. Sin embargo, ha sido en Canadá donde se ha planteado la posibilidad efectiva de una separación política completa. Quebec, francófona y proclive a una visión más comunitaria como lo prueba la nacionalización de recursos hidroeléctricos, choca con la forma de vida más individualista de los anglosajones. Las sucesivas consultas populares no han llegado a resultados claros mientras la política de "francisation" cultural ha alcanzado extremos excesivos, como la persecución policiaca al uso del inglés o el proyecto de suprimir las señales de "Stop" en las carreteras por estar escritas en esa lengua.
Muestra de una obsesión maniática pero también de una voluntad de recuperar la conciencia de comunidad, el nacionalismo y una democracia a la vez sometida a críticas y triunfante forman una pareja característica del fin de siglo. En el próximo capítulo nos tocará tratar de otros rasgos decisivos de este período.